"Carpe diem: vivid el momento. Coged las rosas mientras aún tengan color pues pronto se marchitarán. La medicina, la ingeniería y la arquitectura son trabajos que sirven para dignificar la vida pero es la poesía, los sentimientos, los que nos mantiene vivos"

"Fui a los bosques porque quería vivir a conciencia, quería vivir a fondo y extraer todo el meollo a la vida, y dejar a un lado todo lo que no fuese vida, para no descubrir en el momento de mi muerte, que no había vivido."

martes, 13 de marzo de 2012

Locura.

Nuestro profesor de Lengua Castellana nos mandó que realizásemos un relato basado en una historia conocida, pero que cambiásemos el orden de los acontecimientos, un ejercicio que resultó de lo más interesante y curioso, pero de lejos se encuentra de la libertad que nos proporcionaba cuando nos mandaba hacer relatos que brotaban de nuestra propia imaginación partiendo de una oración, de unas reglas sintácticas o incluso de una imagen. Aquellos eran momentos de ambrosía en los cuales descubrimos la magia de las palabras envenenadas del gran poeta romántico Pablo Neruda y su canción desesperada. A partir de aquel poema y desde el comienzo de este buen curso, nuestro ilustre profesor se ha mostrado más reacio sobre nuestra libertad en nuestras redacciones, bien fuese por ajustes del guión o porque veía que nos resultaba bastante sencillo convertir esas pequeñas cosas en grandes obras de arte (aunque también cabe la posibilidad de que se viese relegado a un segundo plano o se avergonzase de que sus propios y jóvenes alumnos escribiesen mejor que él). Ahora, de todos modos, las únicas redacciones que nos manda hacer son relatos que, aunque resultan interesantes, resultan más mecánicos que los otros. Aún así, este relato, aunque carente de la genialidad de otros autores y escritores natos como Patines, el Aprendiz Pitagórico, a la ilustre y magnífica Incógnita, resulta bastante desconcertante y misterioso, según mi opinión. Sin más, aquí os dejo con el Dr. Moreau, su ayudante, el señor Montgomery y el protagonista, un pobre hombre que no tenía la culpa de llegar a donde llegó y de acabar como acabó.
A Patines y a Incógnita, para demostrar que no siempre tiene razón el que más sensato parece, sino que a veces los más locos son los que, aunque trastornados, poseen el secreto de nuestra efímera y a veces estúpida existencia.
El Dr. Moreau estaba muerto, o más bien, había sido asesinado. Yo estaba desesperado, después de haber llegado a la isla y haber conocido a todos aquellos animales que intentaban ser personas. Lo intentaban. Lo que me había dejado más solo aún en aquella traicionera y malvada isla, fue la desafortunada e imprevista muerte de Montgomery. El ayudante del doctor había sido mi único amigo desde que había llegado a la isla, lo que me parecían ya siglos después del terror que estaba pasando. El día o la noche anterior (mi mente aún sigue procesando información y hay detalles que se me escapan), había entrado en la cabaña y, al ver que estaba totalmente vacía y no se oía ningún grito ahogado de la transmutación de algún pobre animal, hecho que me agradó, me asaltó la duda de si Montgomery estaría o no en peligro. Desde la muerte del doctor me esperaba cualquier cosa. Yo nunca me había llegado a fiar de él ni de sus experimentos o criaturas, aunque bien es cierto que la primera vez que vi a una de ellas me impresionó mucho, pero ahora ya los trataba como a iguales, muy a mi pesar. Más, al darme la vuelta, la seca y enjuta cara que solía presentar el ya antiguo ayudante del doctor ahora se me antojaba totalmente desfigurada por la pena, el olvido y el alcohol. 
Me dijo algunas palabras vanas de las que solo saqué en claro que quería olvidar y que quería irse a la playa para beber alcohol con su animal-persona como iguales. Quería que ellos supiesen que ahora, incluso con el doctor Moreau muerto, podían tener a alguien en quien confiar y con el cual tratarse como a un igual. Yo sabía perfectamente que con aquellas bestias, pues eso es lo que puramente eran, no se podía tratar, y algún día se darían cuenta de que tendrían una libertad totalmente inmensa para hacer lo que les viniera en gana, pues había sido Moreau y sólo él el que las había creado y el que las había domesticado hasta intentar crear hombres. Por lo menos, lo había intentado, pero con aquellos monstruos no se podía tratar, puesto que solo respondían ante el miedo y el dolor puro que los había mantenido a raya todos estos años, o incluso décadas. 

El caso es que Montgomery, en un momento de cólera y de euforia violenta pasajero, me encerró y bloqueó la puerta con una tabla, que debía de estar hecha de un material muy duro a de una madera de muy buena calidad, pues todos mis esfuerzos fueron vanos al intentar abrirla. Encendió una rama y la tiró sobre la cabaña, que al ser de madera y, sobre todo, al tener tanques llenos de material inflamable que el doctor utilizaba para sus malvados experimentos, la alcoba comenzó a arder desenfrenadamente. No había nada que humanamente se pudiera hacer para salvarla, así que decidí por mi instinto (ya muy desarrollado debido a mi estancia con animales salvajes), me dijo que me salvase el cuello, y así lo hice. Derribé una de las ventanas de madera y salí de la ya incinerada cabaña tosiendo fuertemente a causa del espeso humo que reinaba en el ambiente. Corrí por la playa hasta llegar al agua para apagar mis ropas totalmente llenas de fuego que se extendía rápidamente. Al salir del agua, totalmente desnudo, y después de relajarme un poco, pude atisbar a lo lejos lo que parecían rastros de un fuego incontrolable, que se iba apagando progresivamente. Una fogata.

El fuego se podría haber visto millas mar adentro. Al llegar al lugar pude deducir que había sido Montgomery y su ayudante los que la habían realizado, y sabiendo que lo estaban haciendo con la madera de la barca, único medio de escape de la isla. Al apreciar todos estos hechos, pude fijarme en los cuerpos esparcidos alrededor de la fogata, todos ellos menos uno ya cadáveres. Me encontré pues a algunas criaturas junto con el ayudante de Montgomery muertos por lo que parecía haber sido una horrorosa pelea. Y también vi a Montgomery, jadeando en el suelo, con una botella de cristal clavada en la nuca. Inmediatamente se la quité más, aunque no hubiese sido médico como soy, cualquiera habría podido intuir que no le quedaba mucho de vida, que el golpe era mortal. Todo lo que se pudiera hacer para intentar salvarle resultaba inútil. Aún así, intenté contener el derrame para que pudiera decir unas últimas palabras. Le dije que había sido el mejor ayudante que un doctor pudiera tener. Sus últimas palabras fueron sobre la devoción y el respeto, así como la admiración que sentía hacia su ayudante. Al morir, arrojé su cuerpo inerte al mar, cuerpo que ahora adquiría un color blanquecino oliva. Pero el rostro no era el de un hombre que muere con miedo, tristeza o incluso resignación. Era un hombre que se sentía orgulloso de lo que había hecho en vida y que ahora pasaba a un lugar mejor en el que alcanzar un estado de paz y harmonía. Un buen hombre.

Me detuve, aún así, un instante antes de dejarle marchar para admirar a aquel hombre, y lo que había supuesto para mí y para todos. Me había rescatado de morir ahogado gracias a la poca compasión y necedad del capitán borracho del navío infernal, había ayudado al pobre pero sádico doctor con todos su experimentos, apoyando en todo momento su causa (a pesar del dolor que le producía aceptar que experimentaba con objetos vivos. También había incluso ayudado a integrarse a la humanidad a su ayudante, al que le había cogido cariño después de tantos años con él, etc. Al llegar a este punto me detuve, le cerré los ojos con mis dos dedos, y pensé que este hombre, este tan buen hombre, no podía de otra manera que ser arrastrado por la hoz de la muerte sin su más querido ayudante. Así pues, arrastré sus dos cuerpos al agua y les dejé que los llevase la marea hasta aguas más cálidas.

Al realizar este acto de bondad, me sentí agradable y con la conciencia tranquila. Pero tuve que sentarme en la fría arena de la playa, pues inmediatamente cambiaron mis sentimientos y comencé a meditar sobre lo que iba a pasar, sobre que era el único ser humano en la isla, sobre la muerte honrada de Montgomery, sobre el asesinato del Dr. Moreau, sobre las bestias que se convertirían poco a poco progresivamente en animales salvajes sin ningún dios o ningún amo que los controlase y les regise las leyes que debían cumplir (que no debían andar a cuatro patas, que no debían sorber el agua con la boca, etc. Sin poder quitarme de la cabeza estos sentimientos me dormí, exhausto, en la playa. Y aquí estoy, despierto, contemplando la luna que aún no se ha ido, como si le doliese abandonarme solo en la isla o como si se doliese por la muerte de Montgomery. 

Pero, no! Tengo que levantarme y afrontar que tengo que sobrevivir, tengo que mantener a aquellas bestias en la raya que les corresponde. Me levanto, improviso unas ropas con hojas de palmera, hojarasca y algunos palos, desayuno y me dispongo a adentrarme en la isla con buenas y estrictas intenciones, para decirles a aquellos monstruos el lugar que les corresponde. Las criaturas están muy excitadas y todas reunidas en torno a una roca gigantesca. Al llegar, sus caras cambian de expresión y me analizan de una manera perversa y pensativa. Estoy perdido, pero aún conservo mi facultad de ser buen orador y de convencer a la gente con mis argumentos. Pero el problema está en que éstas no son personas. Pero aún así, me armo de valor para comenzar con mi oración.


He acabado. Estoy exhausto. Les he contado todo lo que humanamente he podido, pero parece que no comprenden nada de lo que les he dicho. Les argumenté, ante sus insistentes intentos de convencerme de que ahora eran libres para hacer lo que quisieran, pues el Dr. Moreau había sido asesinado, su ayudante había muerto y la Casa del Dolor (como ellos lo llaman), destruida, que no debían preocuparse, que el Dr. Moreau les seguía observando desde algún lugar en el cielo infinito, y que sabía lo que ellos hacían o dejaban de hacer en cada momento. En su conocimiento estaban las leyes que incumplían, los pecados que realizaban, y que ahora se encontraba muy desalentado y disgustado por su comportamiento con su ayudante, Montgomery. Les dije que no debía de ocurrir lo mismo conmigo debido a que yo soy el profeta que sigue y que conoce todos sus movimientos, y que si se seguían convirtiendo en animales, como su curso natural se lo exigía, iban a ser castigados mucho más ferozmente por el propio doctor. Éstas y miles de razones más les di, argumentando siempre a mi favor y recalcando el castigo que ellos recibirían. Pero parece que el discurso ha causado el efecto inverso del deseado.


Los animales me miran de una manera extraña, sigilosa, desafiante. Sé que estoy totalmente perdido. Lo asumo. Mi única oportunidad de supervivencia es la de pasar desapercibido como uno de ellos. Al transcurso de las primeras semanas, aún soy capaz de relacionarme con algunas bestias, de hablar con ellas. Pero el tiempo les está afectando demasiado. Rompen todas las reglas, algunos incluso comienzan a matar a otros animales. Pero tengo que resistir. Debo hacerme fuerte para soportar la pesada carga que está a punto de venirme encima.


Pasan los meses y yo sigo esperando a que alguien me rescate. Las bestias ya han culminado su transformación natural, se han convertido en lo que en su origen eran, puros animales. Yo he perdido la noción del tiempo y del habla, me estoy adaptando demasiado a las costumbres animales. Temo convertirme en uno de ellos.


A lo lejos atisbo un barco. Me acerco. Hay dos hombres muertos. Me monto y dirijo la embarcación. La dejo a la deriva. Simplemente navego sin rumbo fijo hacia algún lugar lejos de todas esas bestias. Y al final, un día me rescatan. Una embarcación gigantesca. La veo acercarse grande e imponente desde el horizonte azul del Océano Atlántico. Me rescatan, me suben a bordo y me ofrecen un camarote, comida y agua. El mero hecho de estar lejos de la isla me produce una satisfacción y un alivio incomparables. Relato la historia de mi vida y mi estancia en la isla a los marineros de a bordo. No me creen. Estoy comenzando a desvariar.


Cuando llego a Londres, no soy capaz de adaptarme en la sociedad normal, los veo a todos como a las bestias del Doctor Moreau. Me retiro a la soledad del campo, pero me siguen atormentando pesadillas terribles de la isla, imborrables recuerdos.


Tristeza. Desolación. Inquietud. Imposibilidad de vivir, de comer, de sentir. Desesperación. Intento fallido de suicidio. Alivio momentáneo. Consecuente arrepentimiento. Soledad. Crispamiento. Ira incontrolada. Descontrol. Odio. Desesperación.




                           
                                                                    Locura.


lunes, 12 de marzo de 2012

El burro que envidiaba al perrito.

Después de esta larga, aburrida y agobiante época de exámenes, en la que todos nos hemos visto obligados a dejar y apartar a un lado nuestras aficiones y nuestro tiempo libre para dedicarlo con feroz desentendimiento a las facetas de la vida que los directores de almas ajenas quieren que nos dediquemos. Ha sido, todo hay que decirlo, una de las experiencias más maravillosas vividas ver que después de tanto y tanto esfuerzo realizado, podemos dedicarnos otra vez, aunque no sea o resulte una dedicación plena e inmediata, a nuestros gustos y aficiones de tiempo libre. Debo confesar que me he sentido muy vacío sin esos encantadores poemas e historias didácticas de tiempos lejanos que nuestro profesor de Lengua Castellana nos dio a leer, o sin ni siquiera algún poema que transformar. De hecho, este manuscrito ya muy antiguo lo encontré lleno de polvo entre fichas sobre frases subordinadas y substantivos en aposición, y entre un fragmento del poema del mio Cid. Considero que este texto era bueno y veo conveniente escribirlo en este tan ilustre blog mío que de tanto tiempo que llevo sin usar ya parece que en nuestro mundo nos hemos modernizado. Pero eso es otra historia. Sin más, aquí os dejo con un texto prosificado a regañadientes por las insistencias de nuestro profesor, que pasó de ser un bonito, didáctico y ameno texto del Libro del Buen Amor, del Arcipreste de Hita, a ser un texto al estilo libre de también buen autor Don Juan Manuel, escritor del libro del Conde Lucanor. Sin nada más que objetar sobre este precioso poema, prosificado medianamente bien, os dejo con él con el único propósito de que disfrutéis de él, espero haber captado la esencia de tan famoso escritor. Disfrutad.


Hablando otra vez el conde Lucanor con Patronio, su consejero, díjole así:
-Patronio, una mujer que se dice amiga mía, que no destaca por su brillantez en los cálculos matemáticos, ni en la literatura, ni siquiera en aspectos básicos de la vida, sino que destaca por su robustez y por su terquedad, torpeza y fuerza bruta (aspectos por los que podría describirse a una serrana) y que, además, trabaja llevando y portando sacos de harina al rico rey Terón, vio cómo su mujer, muy inteligente y además muy guapa, le halagaba y le hacía carantoñas, para el regocijo del rey, y pensó que ella también se merecía estar en tan privilegiada posición, pues ella hacía y trabajaba mucho más cargando sacos que la reina, sentada todo el día en su poltrona de platino y piedras preciosas. Decidme pues, Patronio, qué le debería aconsejar yo a esa pobre y necia mujer, si quedarse donde está o aventurarse a intentar hacer lo que la reina hace tan habitualmente con el rey.

Al contarle estos hechos el conde Lucanor al consejero Patronio, éste se apercibió del hecho de la suprema terquedad y necedad de su amiga y que no estaba hacha para el rey y para sus carantoñas. Por o cual le dijo al conde:

-Señor conde Lucanor, sabed que esa mujer, a quien vos describís como necia y terca, debe de quedarse donde está y no intentar ser más de lo que es con el rey. Pero para que este atrevimiento no se realice y que se entiendan sus motivos, me gustaría que supierais la historia que narra lo que le aconteció al burro que envidiaba al perrito.

El conde Lucanor le preguntó que le aconteció al burro y su envidia hacia el perrito.
-Señor conde- dijo Patronio-, un perrillo faldero, muy apuesto para su ama, era muy juguetón también con ella. Siempre le besaba las manos y le hacía carantoñas. Su ama, una niña de unos nueve años, perteneciente a una familia muy noble y muy rica, que vivía en una mansión inmensa con tantos criados que eran imposibles de contar y con el cortejo más numeroso de toda la corte y de toda la nación. Por lo tanto, la tal dueña tenía infinidad de perrillos falderos para escoger, y también una amplia variedad de animales con los que entretenerse y con os que jugar, como caballos, conejos, y también cantidad de perrillos falderos. Pero el que más le gustaba y con el que jugaba habitualmente era con ese perrillo faldero en particular. El perrillo, por su parte, disfrutaba más que nadie con sus encuentros con su ama, besándole las manos con su lengua y hocico, ladrando pero no demasiado fuerte para no asustar a la niña, sino para relajarla y hacerla reír, y con la cola, moviéndola y zarandeándola de un lado al otro para halagar a la feliz niña, haciéndola divertirse y demostrándole cuánto la quería y el amor que le proporcionaba. La niña siempre se ponía muy contenta al ver al afortunado perrillo. Junto a ellos tenían a   muchos amigos, tanto de los humanos como el padre y madre de la niña, como animales, como los caballos y parientes del perrillo. Todo el mundo disfrutaba como nadie con él, se henchían de felicidad y de vida, dándole muchos regalos y mucha comida al perrillo para que se mantuviese con esa gran vitalidad. Más un animal, un necio animal, solo siempre se quedaba, sin ningún pariente ni animal alrededor, mirando sorprendido y con envidia cada día cómo el perrillo jugaba con su ama. El asno tenía mucha envidia del perrillo, pues lo único que hacía éste era saltar y hacer carantoñas.

-El burro pensaba y cavilaba día tras día el método para cambiar el trastorno y la condena de su terrible vida como animal de carga, siempre obligado a hacer los trabajos forzados, nunca pudiendo hacer reír a los demás y comiendo una miseria de alfalfa llena de tierra. Un día, el asno, de poco seso y extremadamente necio, pensó y meditó que él servía muchísimo más de lo que el perrillo o cualquier otro animal del cortejo podría servir a aquellas personas que solo prestaban atención a aquel perrillo. Él les traía mucha leña en su espalda, sacos de harina de la aceña, y cargaba con muchos objetos pesados para complacer a sus amos. Pero lo único que recibía era miradas indiferentes e incluso algún que otro golpe de vez en cuando, en el momento en el que se le caía algún objeto de su esforzada espalda. Por lo tanto, pensó el burro, que él se merecía mucho más que cualquier otro y que el perrillo desde luego, halagar a la dueña y subir a sus hombros. Salió, rápido del establo , como garañón loco y como necio y, haciendo mucha tontería y majadería, llegó hasta donde hallaría a su ama. Al llegar a la estancia y poner sus sucias patas sobre los hombros de su ama, ella, totalmente horrorizada, comenzó a dar grandes voces y a gritar. Al sonido de los gritos, los criados llegaron y, al ver la escena, comenzaron a golpear con mazos, piedras y palos, al necio del burro, hasta que los palos se hicieron pedazo, llegando a dejarlo inconsciente al borde de la muerte. De esta manera, el burro acabó muy mal parado por envidiar y desear lo que el perrillo poseía.

-Vos, señor conde Lucanor, pues veis que, aunque Dios os hizo merced en todo, debéis aconsejar a esa pobre necia para que no envidie y desee lo que otros, de clase más alta o de mayor poder o rango, poseen.

Al conde agradó mucho lo que Patronio le dijo e hízolo así, y de esta manera evitó muchos daños. Como don Juan Manuel comprendió que este cuento era bueno, hízolo poner en este libro y escribió unos versos en que se expone abreviadamente su moraleja y dicen así:

Desea lo que tú tienes y no lo que otros poseen,
sé honesto y confórmate con lo que tienes,
pues si a estos versos tú no atendieres,
tu destino malo y desafortunado fuere.