"Carpe diem: vivid el momento. Coged las rosas mientras aún tengan color pues pronto se marchitarán. La medicina, la ingeniería y la arquitectura son trabajos que sirven para dignificar la vida pero es la poesía, los sentimientos, los que nos mantiene vivos"

"Fui a los bosques porque quería vivir a conciencia, quería vivir a fondo y extraer todo el meollo a la vida, y dejar a un lado todo lo que no fuese vida, para no descubrir en el momento de mi muerte, que no había vivido."

domingo, 6 de noviembre de 2011

Recuerdo Infantil

Eduardo hace unos días nos mandó para hacer en la hora de clase una redacción sobre los recuerdos de nuestra infancia, más concretamente y sobre todo de nuestro primer día de colegio. Yo, como sabía que él se estaba refiriendo a los recuerdos infantiles del mundo humano, y yo había sido criado en mi mundo romántico, pues tuve que inventarme una redacción sobre mis recuerdos infantiles vividos desde el mundo humano, aunque también es cierto que me basé en experiencias vividas en mi mundo, aunque no en todas (no iba a poner que todas las noches desde que aprendí a hablar, sobre los dos años, mi madre me leía una poesía de los poetas más famosos del mundo romántico y la comentábamos). Sin más, aquí os dejo mi redacción. Espero que os guste y que la valoréis desde vuestro punto más romántico de vuestro corazón.


Mi infancia transcurrió sin ninguna emoción considerable. Era pequeño y se puede decir que disfrutaba de la vida en su etapa de máximo esplendor y apogeo: la infancia. Cuando te haces mayor y comienzas a pensar en todas las responsabilidades que tienes, en el poco tiempo que le empleas a las aficiones que te gustan y a la tensión a la que estás sometido cada día de tu vida, siempre te viene a tu memoria esa etapa que tanto añoras y que con tanta nostalgia recuerdas. En esto que estoy escribiendo el día en el que, sin quererlo, con mi inocencia infantil, me cambió la vida.

 Se puede decir que el primer día de escuela es el principio del fin. Días antes me encontraba jugando en el parque, como si nada fuese a cambiar en aquella fatídica semana. Es cierto que me había dado cuenta de que mi madre estaba muy atareada aquellos días, y que también me había comprado unas láminas con unos garabatos incomprensibles para mí, que mi madre repetía y yo, curioso, las imitaba en una hoja de papel, sin sentido alguno, y que ahora mismo miro y me río con tristeza. Mi madre fue muy importante para mí en la infancia. Éramos como uña y carne, la quería muchísimo y me proporcionó mucha felicidad durante mis años de júbilo, en los que hacía, básicamente, lo que me daba la gana. 

Mi padre, en cambio, no era tan cariñoso como mi madre. Era más duro y seco, con carácter, pero realizaba la perfecta función de contrapunto en nuestro trío feliz. Pero bueno, retomando el relato de los hechos acontecidos durante aquella semana, me acuerdo perfectamente que el día antes de entrar a la escuela, tuve una charla con mi madre. Se la entendí perfectamente, pues de aquella ya sabía hablar perfectamente, y noté un deje de preocupación y de seriedad en sus gestos y sus palabras. En cambio yo, ajeno como estaba a la situación, me encontraba muy alegre y muy curioso. Después de esa conversación, estuve reflexionando un buen rato sobre lo que mi madre me había contado mientras jugaba con un juego de construcción. Había dicho algo sobre una escuela, con niños que, aunque no conocía, debía de tratarlos bien, pues iban a ser mis compañeros y amigos durante toda mi niñez. Yo no lo acababa de comprender: niños que eran totalmente desconocidos para mí y con los que tenía que crear amistad y relación sólo por el simple hecho de que íbamos a estar juntos en una misma habitación? No tenía lógica. También me había dicho que en el colegio iba a aprender muchas cosas, como escribir, leer, colorear, sumar, restar, etc., y que iba a tener una profesora ( no recuerdo su nombre porque ya hace mucho tiempo de aquello), que me enseñaría todas esas cosas. Y , sobre todo, la cosa que más me afectó, en la que más me fijé y la que me dejó el corazón latiendo como una locomotora a vapor desenfrenada, fue que mi madre no iba a estar allí conmigo. 

En cuanto llegué a ese punto de la reflexión ( reflexión que no sé como hice, pues tenía apenas tres años y aún me hacía pis en la cama), en mis ojos comenzaron a aparecer unos lagrimones enormes, y en mi corazón comenzaron a aparecer unos sentimientos para mí desconocidos ( que, años después, supe que eran la rabia y el miedo). Comencé a tirar y a deshacer las construcciones con bloques que había hecho, a llorar desconsoladamente y a dar pataletas. Fue la mayor rabieta que cogí en toda mi vida. Mi madre se asustó, y cuando vino a consolarme y me cogió en sus brazos, sentí que nunca volvería a quererla tanto como la quería ahora, y que nunca volveríamos a estar tan unidos y apegados como en ese momento. Aquel día ni mi madre pudo calmarme: no quise comer, ni jugar, simplemente me metí en la cama y esperé a que se hiciese de noche y que me venciera el sueño para poder abstraerme un poco de todo. Al dormirme, me acuerdo que tuve un sueño muy reconfortante. Estábamos mis padres y yo en casa, jugando todos juntos y sonriendo. Ese sueño me pareció feliz pero no atiné a saber por qué existía un matiz triste en todo aquello.

Al día siguiente, como no recordaba la terrible noticia del día anterior, me levanté corriendo de la cama y fui corriendo a abrazar a mi madre, como siempre hacía. Después de esto, como mi madre aún estaba dormida, miró la hora y, de un salto, salió de la cama y se vistió rápidamente, mientras yo pensaba el por qué se habría levantado y vestido tan rápido. Luego, me vistió a mí con un uniforme tan cómodo como divertido, desayuné muy deprisa y me metió en el coche. El viaje se me hizo eterno. No sabía a dónde íbamos, la curiosidad era tanta que hasta me dolía la barriga. Aparcamos delante de un edificio pequeño y sobrio. Había muchos niños de mi edad y más mayores, todos acompañados por sus padres. Me hubiese gustado que mi padre hubiese estado allí, pero tenía a mi madre, que era todo lo que podía desear.

 Entramos en un aula con niños, una pizarra gigante, libros y juguetes. Los juguetes eran interesantes, pero el aula se parecía a la cárcel en donde habían encerrado a Superman en los dibujos de la tele. Era aburridísima y me daba mucho miedo. Había una mujer que llevaba un vestido todo negro con capucha. Me hizo gracia. Aún seguía sin entender por qué estábamos allí. También desconocía por qué había niños llorando desconsoladamente, como lo había hecho yo el día anterior, pero por mucho que lo intentaba no podía recordarlo. Pero entonces pasó algo totalmente inesperado y horroroso, que me dejó paralizado. Mi madre me decía que se iba. Mi madre, la figura que había pasado toda mi vida conmigo, ahora me dejaba solo, con aquellos completos desconocidos y aquella mujer con vestido negro y capucha, que ahora me empezaba a dar miedo. La puerta se cerró tras ella y, como el día anterior, se me pusieron los lagrimones y lo supe: estaba en el colegio, apartada de mi madre y con una masa de completos desconocidos. Tenía unas ganas enormes, pero no lloré. Mi madre y sobre todo mi padre me habían dicho que no llorara, y siempre les hice caso. 

Cuando llegué a casa, abracé a mi madre. Mi madre. En el fondo, muy en el fondo, sabía que nada volvería a ser como antes. 

2 comentarios:

  1. Tom, tienes un alma un poco pesimista. Separarse de una madre protectora y cariñosa y empezar a abandonar el paraíso de la infancia es un duro trance que cuentas muy bien (sin duda, eras un lúcido niño de tres años). Pero en ese paraíso faltan casi todas las cosas; hay que abandonarlo y arrostrar los peligros de fuera para disfrutarlas.

    Un saludo, Tom Hematoma.

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  2. Estimado señorito Tom:
    Quería agradecerle su crítica de mi redacción. Me llegó hondo que todo un personaje tan importante como usted la apreciase tanto.
    Tras leer su redacción, quede cariacontecido, pensando en el pasado, en lo que fue y ya no es. Está contada con una seriedad excepcional para un niño de tres años. A pesar de eso, es sencillamente maravillosa, dado que puede hacer reflexionar a un maestro como el mío, un filósofo de primera, que se ha encerrado en su habitación a reflexionar. Se nota que es usted, señor Tom, un gran poeta.
    Desde el anonimato,
    un compañero suyo.

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